"Where are we?”
“On the 13th.”
“No, seriously. It’s Paris, but it looks like Brooklyn and there’s a sign in Mandarin in front of us.”
Decidí no contestar. No sé, Annita. Llevo algunos años sin querer saber dónde estoy. Pienso que me engaño si juego a las distancias. Que si la rapidez del tiempo. Que si la costumbre. Que si el teléfono. Que si el Internet…
Ayer acompañé a Anna al aeropuerto. Yo también me quería ir a casa. Tuve que recordarme que no viajo hasta la semana que viene para detener el movimiento inercial del cuerpo; veo la muchedumbre del aeropuerto cargando maletas y creo que yo también viajo. Pero no, sólo me espera el tren regional de regreso a casa, el apartamento ahora vacío. Para llenarlo un poco, hice compra.
De regreso a casa me pregunté si la había despedido propiamente. No recuerdo haber estado en un aeropuerto sin sueño y no sé si las despedidas soñolientas cuentan igual. No le veo el punto tampoco a los adioses muy sentimentales; creo que en el momento es sólo un sentimiento trágico que sobrecoge y no la tristeza misma. Ésa viene luego. Se asienta. Y finalmente, sin lágrimas algunas, sólo queda el golpe en el estómago, inherente al recuerdo. Pero el dilema sigue siendo el mismo. No puedo despedirme vivamente porque no extraño a la persona todavía. Porque no es el siglo diecinueve y muy probablemente hablaremos nuevamente. Porque soy un tanto estoica y no logro apenarme por mí misma. Queda el Internet, el teléfono… Pero no es igual que los encuentros mañaneros en el café de siempre. Las pequeñas pláticas sobre nadas entretenidas. Las bromas sobre conocidos en común. Los silencios incómodos. Las sonrisas luego de los silencios incómodos. En fin…
Vendrán otros momentos.
Y ahora, el tedio de recomenzar. Las introducciones genéricas y conversaciones de sala de espera. La meta es siempre inventar una excusa para estudiar un país en decadencia en menos de cinco minutos. Acepto sugerencias.
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