domingo, 7 de noviembre de 2010

Una hora más

Leí parte de una novela en un café. Camus es bueno para los nervios. El precio de mi café no tanto. En cierto momento me entretuve persiguiendo las palabras en mi mente. Por primera vez me di cuenta que ciertas palabras simplemente no llegan a su destino. Párpado. Cachete. Aquella otra palabra larga que no me molesté en traducir. No me importa. Las salto y pierdo el sentido de la oración. Temerariamente las desdeño. No es mi idioma, así que qué me importa captarlo todo. Tristemente, es lo que estudio. Aquí, me detuve. De momento me repugnó el libro, la lectura que por ajena se convirtió en irrelevante. Consideré sabio cerrar el libro y dejar el café antes de concluir lo lógico. Vaya estudiante de estudios culturales. Y todo por irme a perseguir palabras.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Denise Rodríguez Maldonado is

El cuestionamiento del ser, el pensamiento filosófico, es también un acto estético. Pensarse es abstracción. La abstracción entretiene. En cuanto uno se piensa se reinventa, crea. 
Pensar, en tanto se piensa siempre el ser, es un acto de lirismo. Se repiten algunos conceptos como anáforas; los puntos de partida o llegada son casi siempre el ser o el no ser, el individuo o el colectivo. 
Pero la estructura no es lo único que agrada. En cuanto es abstracción, pensar es siempre agradable. Muerto Descartes, no hay nada real envuelto en el pensamiento; el ser no pesa tanto estos días. Por el contrario, pensar en el mundo sobremoderno es una distracción de la pesadumbre de la primacía del hacer. Si me pienso, no tengo que escribir en Facebook o en Twitter todo cuanto hago; si me pienso, me relajo porque no necesito hacer más. No es más que un ejercicio mental de entradas y salidas conceptuales, lo cual es un movimiento del cual no puedo escribir en mi estatus. 

lunes, 23 de agosto de 2010

Algo


Necesariamente, algo. Porque no encuentro qué guarde sentido. Ni los estudios, ni el regreso, ni los demás. Últimamente, todo me parece parte de un rompecabezas cuyas piezas son todas cuadradas. Da igual. Da igual terminar el grado y enseñar a legitimizar otras metas y dejarlo todo donde está. Da igual comenzar otro proyecto a revalorizar lo pasado y emprender con nuevas ganas. No estoy segura si es más ingenuo pensar que mejor vale camino malo conocido o que la vida cambia según el camino. Bien decía el New York Times, si es una etapa, nos toca a todos por igual; entonces no vale la pena cambiar el curso para toparse siempre con la misma…
Que no sé si debe ser feliz o estar contenta.

sábado, 7 de agosto de 2010

Inventario y bibliografía (13.9.08)

Ni siquiera tratándose del estado de ser puedo deshacerme de la bendita costumbre de hacer inventarios. Además me parece que soy sólo si hay algo sobre mi escritorio; si lo puedo enumerar; luego se podría discutir si soy según el objeto en cuestión. De un vistazo al escritorio se intuye, claramente, que se trata de una estudiante. Tengo libros sobre el escritorio, en el librero, sobre el armario… Una tasa de té vacía. Un panfleto de una conferencia sobre el fin de siglo pasado. Post-its en color neón. Una cartuchera. Y, claro, mi computadora.
Hay más. Pegada a la pared del librero tengo una postal con la bandera de Bretaña con sus “hombrecitos” y rayas blancas y negras. Le sigue la postal del “lapin de metro” con sus patas vendadas.  Y hay una última postal con el mapa del sistema de metro de París. No creo que el conejo aprecie mi humor en ponerle al lado del mapa.
De ser más organizada no estarían las gafas de $5 por ahí también. Las compré en la calle en Nueva York y no puedo ver con ellas puestas, pero me gusta cómo quedan. Iba de camino a la universidad, a decir verdad, de camino a un café con el Daniel como de costumbre, y me paré en el primer puesto que las vi porque ya me había prometido a mí misma comprarme unas cuando hiciese sol al fin. Son imitación de Ray Ban, como las que usaba Goddard pero que ahora usan todas las demás personas sin la marca, sin el cigarrillo y sin el film en la mano. Estaba tan emocionada con mi compra; finalmente, sería una estudiante más en el Washington Square Park, indistinguible del resto. Aunque creo que antes también lo era. Igual ya tenía la mochila, la matrícula, el café, el amigo, el banquito bajo el árbol, los audífonos y el cigarrillo.
Bajo las gafas hay un sobre del banco local, PNC. Lo cual me recuerda que ahora, las gafas no sirven de mucho. Bueno, sirven de gafas. En State College la gente no se viste de manera ochentosa a propósito (lo cual hace todo tan cómico como desconcertante). No por ser concientes de su moda anacrónica considero a los niuyorquinos menos sujetos a este o aquel sistema, pero sucumbir a la tentación comercial me parece más admisible que la ingenuidad de mis nuevos sujetos de parque en el centro de Pensilvania. Digamos que todavía me acostumbro a vivir en el campo entre el maíz y los árboles de navidad. Más aún, me acostumbro a acostumbrarme a saber que estaré cuatro años en el campo haciendo un doctorado que no estoy segura de querer. Finalmente, es por estar en el campo que mi librero siempre estará lleno de ahora en adelante y mi computadora prendida. Dentro de varios días, espero tener sobre mi escritorio algún sobre de Netflix. Tal vez pase los próximos años viendo películas sobre sujetos en parques cuadrados con cafés a la mano e imitaciones de gafas ochentosas.



Bibliografía anotada: Civilización francesa
Aún no sé muy bien de qué se trata mi campo. ¿De la decadencia tal vez? ¿De la hipocresía histórica? Perdón, eso es una suposición anacrónica… ¿La francofilia frustrada? Puede que estudie el país; no estoy segura. La bibliografía anotada es pues un intento como toda otra de decir lo relevante y definir mejor el campo.

Bescherelle: La Conjugaison. Hatier: París, 1997.
De enseñar español en lugar de francés básico no necesitaría el libro. Pero aún no sé utilizar el subjuntivo imperfecto. A decir verdad no sé conjugar muy bien ningún tiempo verbal.

Corbin, Alain. Women for Hire: Prostitution and Sexuality in Frace alter 1850
Harvard UP: Cambridge, 1990.
Única lectura entretenida por el momento para la única clase entretenida por el momento. La reseña del libro es para octubre, pero como no quiero leer lo que debo leer para esta semana he comenzado la lectura de Corbin. Corbin me cae bien. Siempre sonrío cuando recuerdo que se casó con una estudiante suya, Simone Delattre para la cual escribió el prólogo de su libro, Las doce horas negras en París.

Flumian, C. et al. Rond-Point. Pearson: Upper Sadle River, 2007.
Primer libro que veo de francés básico en el cual se enseña el condicional antes del futuro. El estudiante sigue necesitando la raíz del futuro para construir el condicional, pero Prentice Hall no parece estar enterado. A pesar de la organización mediocre, le doy un punto por dedicar un capítulo a la región de Bretaña. No entiendo muy bien la utilidad de una cuarta parte de las actividades (como la del removedor de pelusas o la visita al quincallero) pero imagino que a uno de los escritores le hizo mucha falta una rasuradora de pelusas en algún momento durante su estadía en Francia y quiere evitarle el mismo problema a otros. No recuerdo tampoco haber ido a quincallero alguno, en ningún idioma.

Omaggio, Hadley. Teaching Language in Context. Thomson: Boston, 2001.
A pesar de mi desorientación académica dentro de mi propio campo, la civilización y todo el invento me parecen clarísimos al lado de clases como las que requieren este libro. En Penn State la clase se llama Enseñaza del francés como segundo idioma, en Columbia, descubrí hoy, le han dado un nombre ostentoso como Practicum en pedagogía del idioma francés. Finalmente, toda clase que use este libro, tenga el nombre que tenga, suckea.

Tocqueville, Alexis de. The Old Regime and the Revolution. Ed. François Furet y otro
fulanito. University of Chicago: Chicago, 1998.
Tocqui es mi panita. Es como los amigos que te encuentras por ahí en la universidad cada dos meses, hablas una hora con ellos y luego no los vuelves a ver por buen tiempo.


24h (17.8.08)

Apprivoiser le néant. Tarea difícil.
No hay nada a horas del pueblo. Nada. Maíz, vacas y árboles de navidad. Mas encontré un café. Lo siento Gramsci, pero iré a los restaurantes en cadena hasta que conozca el área (lo cual debe tomar quince minutos en carro y un día a pie). Conocí a los vecinos. El de filosofía, alas, se limpia la sal del maní de las manos con el sofá de la sala. El de estudios latinoamericanos fue a España de intercambio (¡!). Ambos cursan su primer año de leyes. Su compañero de cuarto hace su segunda maestría en ecología y robó un calabacín del huerto de los otros residentes. Los primeros aún hablan de emborracharse como su única meta académica. Tendré una apuesta conmigo misma para ver cuál de los dos se resigna el primero a estudiar a fuerza de café y té. Por ahora, creo que será el de estudios latinoamericanos.
La universidad es tres o cuatro veces la UPR. También es tres o cuatro veces el pueblo. A partir de ella se organiza el sistema de transportación y comercio. Dos Wal-Mart, dos Starbucks, dos Taco Bell, un Arbys y un Kinkos. La aislación sólo crea deseos un tanto masoquistas de tener una tonelada de trabajo para hacer cualquier salida imposible… Y pensar que llegué a extrañar un poco la vida comercial norteamericana; pero esto es ridículo.
Por ahora, el campus está vacío. Aún es temprano y los estudiantes van llegando poco a poco. A lo que llegan me entretengo asustándome por varias cosas. El profesor más mediocre que tuve era graduado de esta universidad. La mitad de los residentes de mi área son matrimonios jóvenes con niños. La licorería cierra a las siete de la noche. Los letreros y paradas están excesivamente orientados para los meses fríos. La ciudad más cerca queda a tres horas en el carro que no tengo. Finalmente, puede que me quede sin cosas por contar.
….
Aunque al final de día me canso del pesimismo. Me alegra que las hojas ya tienen pecas, que tenía un mensaje en la pizarra de la puerta al llegar a casa y que mi compañera de apartamento cocinó curry coreano y pude comer con palillos, lo cual siempre es divertido. Además, he bebido demasiado café como para poder deprimirme. Finalmente, confieso que me entretiene el hiperbólico espíritu universitario del sitio. Existe una mostaza Penn State, un helado sabor Peachy Paterno y ropa de perros y cepillos de dientes con el sello de la universidad. Siempre hay algo cómico en lo absurdo. 

Espera (14.8.08)

Oigo un ronquido. El segundero del reloj de la cocina. Un carro pasar a lo lejos. Los grillos. Todos duermen en la casa de seis y un perro. Yo he vuelto a mi horario regular. Leo los pocos titulares que han podido cambiar desde esta mañana, pero saben a noticias viejas. Debería acostarme, pero espero.
He estado a la espera la semana entera. Regresar. Viajar. Irme. Ver la ciudad nuevamente y por última vez. Sólo vi el metro. Ahora, espero llegar. Imagino un pueblito de calles desiertas, casas de techos triangulares y árboles a la orilla de la carretera. Es más fácil deshacerse de las ideas que nunca estuvieron muy definidas. Vuelvo a preocuparme por la primera compra. La sal. El azúcar. Las ollas. El mapo. Luego será cuestión de los vegetales, el cereal y las carnes.
El examen. Debería estar estudiando.
Espero además la respuesta del periódico. Las cartas que no llegarán.
Espero recomenzar. Esto de las vacaciones y periodos de estudio se ha convertido en una cuestión de inercia. Cuesta tanto acostumbrarse a vegetar como a madrugarse leyendo. Es el vértigo de la transición lo que me entretiene.
Mientras espero, leo. Al igual que en la oficina del médico o la parada del metro. 

Annita (7.8.08)






"Where are we?”
“On the 13th.”
“No, seriously. It’s Paris, but it looks like Brooklyn and there’s a sign in Mandarin in front of us.”
Decidí no contestar. No sé, Annita. Llevo algunos años sin querer saber dónde estoy. Pienso que me engaño si juego a las distancias. Que si la rapidez del tiempo. Que si la costumbre. Que si el teléfono. Que si el Internet…
Ayer acompañé a Anna al aeropuerto. Yo también me quería ir a casa. Tuve que recordarme que no viajo hasta la semana que viene para detener el movimiento inercial del cuerpo; veo la muchedumbre del aeropuerto cargando maletas y creo que yo también viajo. Pero no, sólo me espera el tren regional de regreso a casa, el apartamento ahora vacío. Para llenarlo un poco, hice compra.
De regreso a casa me pregunté si la había despedido propiamente. No recuerdo haber estado en un aeropuerto sin sueño y no sé si las despedidas soñolientas cuentan igual. No le veo el punto tampoco a los adioses muy sentimentales; creo que en el momento es sólo un sentimiento trágico que sobrecoge y no la tristeza misma. Ésa viene luego. Se asienta. Y finalmente, sin lágrimas algunas, sólo queda el golpe en el estómago, inherente al recuerdo. Pero el dilema sigue siendo el mismo. No puedo despedirme vivamente porque no extraño a la persona todavía. Porque no es el siglo diecinueve y muy probablemente hablaremos nuevamente. Porque soy un tanto estoica y no logro apenarme por mí misma. Queda el Internet, el teléfono… Pero no es igual que los encuentros mañaneros en el café de siempre. Las pequeñas pláticas sobre nadas entretenidas. Las bromas sobre conocidos en común. Los silencios incómodos. Las sonrisas luego de los silencios incómodos. En fin…
Vendrán otros momentos.
Y ahora, el tedio de recomenzar. Las introducciones genéricas y conversaciones de sala de espera. La meta es siempre inventar una excusa para estudiar un país en decadencia en menos de cinco minutos. Acepto sugerencias.

Lío (2.8.08)

De hoy en adelante, respiro. Guardé aquél pequeño enredo, o lo que fuese, en el clóset junto a los zapatos gastados que me rehúso a botar y la ropa que ahora me queda grande. Los zapatos, cierto, no sirven de mucho; la ropa la podría usar si engordo nuevamente. Con toda certeza empacaré zapatos, ropa y lío junto a todo lo demás, papeles y libros, y viajarán conmigo a Pensilvania. Seguramente el aire fresco de State College, las vacas, los postres de los Amish y Joe Paterno lo arreglarán todo.
Lo cotidiano: sentarse en las escaleras de la entrada sólo por conectarse al Internet de la barra de al frente. Parte de la experiencia de sentarse frente a la puerta de cristal es ver la gente pasar. Los empleados de los hoteles que salen a fumar por las puertas de servicio. Los turistas perdidos en calles traseras de Champs Elysées. Los franceses ajorados. El público del Tour de France con sus bicicletas, cascos y bolsas amarillas. Ocasionalmente, cuando bajo en la noche, se aparece uno que otro borracho y toca en la puerta. Pensando que el primero sería algún residente sin llaves, le abrí. Me preguntó si yo era iraní. Cerré la puerta. Sólo en Francia logro ser tan americana como iraní. Hoy, tocó a la puerta la amiga de Anna, sólo porque ambas frecuentamos nuestra particular esquina me confundió con ella y me saludó muy cordialmente. La doña en cuestión pensaba que “robábamos” su conexión, por lo cual regañó a Anna una noche, le preguntó luego de quién era la conexión y, finalmente, dijo no ser residente de nuestro edificio y siguió su camino con su perro; creo que hay problemas con la lógica de ese orden. Para que sepa, señora, robamos la conexión del strip club de al frente; siéntase mejor, gracias por el gesto.
Llueve y no quiero escribir mi memoria. Análisis de la entrevista etnográfica para la clase sobre las clases medias de los suburbios. Mi entrevista apenas tiene algo que ver con el tema. No gano nada procrastinando, pero dado a que no tengo Internet en el apartamento, al menos postergo tener que ver televisión francesa.
Para el otoño, espero tener líos nuevos. Las lista de libros. Los planes de clases. El viaje de Navidad. La lejanía de muchos. La última es la única constante. 

New York Times (15.10.08)


Hoy, mientras leía una artículo en el periódico, me di cuenta que recuerdo mis eventos y escribo como si mis recuentos fuesen artículos del New York Times: guardo una falsa distancia de lo narrado, la cual trato de hacer aún más evidente añadiendo una que otra frase interesante de personajes sobre cuya identidad no me importa profundizar.
Pero, en realidad, soy uno de esos personajes de los que escribo de pasada. Mis propias intenciones me son tan ajenas como las de los demás. Aunque nunca se es dueño de la totalidad de uno mismo. Incluso lo que pienso, aquello que me parece ser más propio porque aún no lo comparto, se me escapa en ocasiones y olvido.